Los fresnos son árboles
caducifolios que pueden superar los 20 m de altura; con troncos largos y rectos
y una corteza inicialmente gris y lisa, pero que con los años se vuelve rugosa
y agrietada. Sus hojas son compuestas y forman un haz de entre 7 y 13 hojuelas
o folíolos ovalados con nervio central y borde aserrado, de color verde oscuro,
con el envés más pálido. Las flores no tienen pétalos y aparecen antes que las hojas en pequeños racimos colgantes, entre principios y mediados de
la primavera. El fruto es una sámara de color
marrón claro y ala prolongada para facilitar su dispersión por el viento,
permaneciendo todo el invierno en el árbol. Su madera es clara, resistente y
muy elástica.
Árboles autóctonos
en la zona noroeste de Madrid, necesitan luz y suelos húmedos y frescos, por lo
que nacen de manera espontánea en los márgenes de ríos y arroyos. Sin embargo,
se trata de una especie que tradicionalmente ha estado muy condicionada por la
actividad humana, ya que, durante siglos, sus ramas han sido aprovechadas como
alimento para el ganado. Para ello, se procedía a la poda completa del árbol, dejando que
los años siguientes brotaran ramas largas y finas que se iban cortando y
dejando secar para emplearlas como forraje cuando los pastos escaseaban. Pasados
seis u ocho años, se repetía la poda, dejando de nuevo el tronco del fresno
totalmente limpio de ramas.
Este tipo de poda, repetida a lo largo de los años, provoca que los fresnos, que en condiciones naturales son de los árboles de mayor crecimiento de nuestro entorno, ensanchen progresivamente su base, adquiriendo unas formas muy peculiares debido a las deformaciones que se generan en los troncos y ramas. Reciben entonces el nombre de fresnos desmochados o trasmochos, siendo habitual encontrarlos en viejas fresnedas adehesadas, tradicionalmente empleadas como zonas de pastizal, además de para el ramoneo mencionado.
Javier M. Calvo Martínez
(Fotografías: fresneda en Santa María del Retamar, junto al río Guadarrama, en Las Rozas de Madrid)
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