Ante el lamentable estado que
ofrecía la torre de la iglesia de San Miguel Arcángel al concluir la guerra,
con solo una de sus fachadas en pie y amenazando venirse abajo en cualquier momento,
los técnicos del organismo Regiones Devastadas, encargados de la reconstrucción
del pueblo, decidieron demoler lo que quedaba de ella y levantar otra de nueva
planta. Los trabajos de reconstrucción del templo comenzaron en 1940, y entre
las primeras actuaciones desarrolladas estuvo la voladura controlada de lo que
quedaba de torre.
Algunos vecinos de Las Rozas, que
eran niños en aquella época, nos han contado que la noticia de esta voladura
generó gran expectación entre la chavalería, ya que desde días antes les habían
advertido de que la explosión iba a ser tan fuerte que podía causarles daños en
los oídos, por lo que les aconsejaban mantenerse lo más lejos posible y tener
un pañuelo o un pequeño palo a mano para morderlo en el momento justo de la detonación.
Llegado el día, se estableció un amplio
perímetro de seguridad en torno al templo y se colocaron las cargas explosivas
en los puntos adecuados para que lo que quedaba de torre se viniese abajo. Como
es lógico, los chavales del pueblo no quisieron perderse un evento de tal
magnitud, por lo que muchos de ellos se concentraron en la zona de eras que entonces
existía en la parte alta del pueblo, más o menos, entre las actuales Avda. Pocito
de las Nieves, calle Nueva y calle Olmo; un lugar privilegiado para disfrutar
del espectáculo, pues ofrecía una visión completa y despejada de la iglesia desde
una distancia segura.
De pie, o sentados en el suelo, aguardaron
el momento de la explosión con sus pañuelos o palos entre los dientes. Al
producirse esta, recuerdan que escucharon un primer estruendo seco y
contundente, el de la dinamita explosionando, al que inmediatamente siguió otro
sonido como de algo que se desgarraba, producido por el estrépito de las
piedras y ladrillos del paramento de la torre cayendo al suelo. Todo fue muy
rápido y envuelto en una enorme y densa nube de polvo blanquecino que
les impidió ver nada. Simplemente, cuando la nube se disolvió al cabo de un
rato, la torre ya no estaba. Parece que algunos muchachos, que en sus mentes
habían generado unas enormes expectativas, lo que finalmente pudieron
presenciar desde aquella alejada distancia no les pareció para tanto y se
decepcionaron un poco. En cualquier caso, el episodio fue lo suficientemente
impactante como para que algunos de ellos lo siguieran recordando con gran nitidez muchas
décadas después.
También hay quien se acuerda de
haber escuchado que, durante las posteriores labores de desescombro, entre los
grandes cascotes de la torre que habían sido destruidos durante la guerra,
aparecieron sepultados los restos de dos soldados y una ametralladora, los
cuales debían de llevar ahí desde los combates de diciembre de 1936 o enero de
1937, cuando los muros de la torre comenzaron a venirse abajo como consecuencia
del fuego artillero. Pero este dato, como tantos otros que en ocasiones afloran
en la memoria y el recuerdo de algunas personas, no podemos confirmarlo, ni
desmentirlo.
Y es que, con frecuencia, fantasía y realidad, lo que se ha vivido, lo que se ha escuchado y lo que se ha imaginado, se mezclan de tal manera que, pasado el tiempo, se hace difícil diferenciar unas cosas de otras.
Esta fotografía, realizada en 1940,
nos muestra el aspecto que ofrecía la iglesia de San Miguel Arcángel tras la
demolición completa de su torre.
Javier M. Calvo Martínez
(Procedencia de la fotografía histórica: Archivo General de la Administración)
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