jueves, 19 de diciembre de 2024

UNA MIRADA AL PASADO (XIII): El Barrio Ferroviario de Las Matas, un siglo de historia bien llevado


No es muy habitual encontrar espacios en los municipios del noroeste madrileño que se hayan visto poco afectados por las transformaciones urbanísticas. Por el contrario, lo más frecuente es que muchos edificios singulares, e incluso barrios enteros, hayan sufrido enormes cambios o desaparecido por completo. Por ello, resulta muy llamativo que un conjunto urbano con casi un siglo de historia, se haya mantenido prácticamente inalterable a lo largo del tiempo.

Este es el caso del barrio ferroviario de Las Matas, cuyos orígenes nos retrotraen a 1915, momento en que la Compañía de Caminos de Hierro del Norte de España decidió construir la que sería la primera estación de clasificación de nuestro país, un enorme complejo ferroviario en el que poder realizar la descomposición de los trenes y la formación de los convoyes de vagones con arreglo a sus cargas y destinos.

Dicha estación comenzó a funcionar en 1919 y, poco después, se decidió la construcción de un poblado ferroviario en el que alojar al personal de la misma y a sus familias. Los trabajos se iniciaron en 1922 y se alargaron hasta 1926, dando como resultado un pequeño núcleo de población compuesto por 38 viviendas, 32 de ellas de planta baja y las otras 6 en dos bloques de dos alturas.

El conjunto de casas bajas se situó en paralelo a la vía férrea, extendiéndose de forma lineal a lo largo de una única y espaciosa calle, que hoy recibe el nombre de San José Obrero. En su parte alta, esta calle desembocaba en una explanada que conformaba la plaza del poblado, y que quedaba definida por la iglesia, la escuela y los bloques de viviendas de dos alturas, cada uno de ellos con sendas casas de una planta adosadas a sus laterales.

El tiempo ha pasado y Las Matas ha crecido mucho, pero, como señalábamos al principio, el primitivo poblado ferroviario, convertido ya en barrio, se ha mantenido prácticamente igual que en sus inicios. Como es lógico, su calle ha sido pavimentada y sus aceras mejoradas. Las casas han pasado por diferentes reformas y mejoras que, afortunadamente, apenas han transformado su estilo y unidad estética, y los elementos añadidos, como una oficina de correos o la ampliación de la escuela, no distorsionan en exceso el conjunto original. Por conservar, se conserva hasta el depósito en altura sostenido por raíles de tren que abastecía de agua al poblado.

Además, Las Matas ha sabido mantener una estrecha relación con su historia ferroviaria, como demuestra la existencia de la Asociación de Amigos del Ferrocarril de Las Matas (AFEMAT), fundada en 2003; la instalación en sus calles de una locomotora Mikado, otra Talgo y un vagón blindado, tres piezas de gran interés histórico que pueden ser visitadas; o la reconversión de su antigua iglesia,  que desde 1998 llevaba desacralizada y en desuso , en un Museo del Ferrocarril tras su rehabilitación en 2009. 

Sin duda, Las Matas constituye un gran ejemplo de conservación del patrimonio histórico-cultural y del compromiso e identificación de los vecinos con su pasado.

La fotografía muestra el aspecto que ofrecía la actual calle San José Obrero en 1941.

 

Javier M. Calvo Martínez

(Procedencia de la fotografía histórica:  Archivo Histórico Ferroviario. Fundación de los Ferrocarriles Españoles)

domingo, 15 de diciembre de 2024

UNA MIRADA AL PASADO (XII): Día de fiesta: Majadahonda, años 20 del siglo pasado

 

Desde muy antiguo, uno de los momentos más destacados de las fiestas patronales de Majadahonda ha sido la tarde de toros.

La corrida se celebraba en la que, por aquel entonces, era la plaza principal del pueblo, un amplio espacio abierto de planta irregular, en el que, además de la iglesia, se situaban otros edificios singulares, como el ayuntamiento o el casino, junto a diversas viviendas particulares, y al que iban a desembocar algunas de las principales avenidas del pueblo, como eran la calle Real (dividida en Alta y Baja) o la calle de la Iglesia.

Durante las fiestas, la plaza se engalanaba con farolillos, guirnaldas y banderines de colores, desplegados desde una farola de hierro fundido que había en el centro, hasta las fachadas y balcones de los edificios. El espacio para la lidia se acotaba con carros y talanqueras hechas con maderos y tablones, y se preparaba, también a base de tableros, una pequeña tarima reservada para la banda de música.

En este improvisado coso, maletillas y novilleros de poco nombre intentaban sacar algunos pases decentes a reses complicadas y resabiadas, muchas veces, jugándose el tipo en ello. Concluida la faena, los toreros intentaban complementar el escaso dinero fijado en el contrato que habían firmado con el ayuntamiento, haciendo una especie de vuelta al ruedo con el capote abierto y sostenido entre dos o tres de ellos, con la esperanza de que, desde los carros, balcones y barreras, el público fuera generoso y arrojase al capote alguna moneda extra.

Según el testimonio que han dejado algunos majariegos que conocieron las corridas que se celebraban en esta plaza antes de la guerra, era costumbre dejar en mitad de la misma un carro de dos ruedas para que los mozos más atrevidos, que saltaban al ruedo tratando de dar algún pase, hacer recortes o correr a los toros, pudieran encontrar resguardo en él si se veían apurados. Muchas veces, esto provocaba que el carro basculase como un balancín sobre el eje central de sus ruedas, inclinándose hacia un lado u otro en función del número de personas que estuviesen subidas en él y de lo mucho o poco que se movieran con las acometidas del toro. Todo ello generaba infinidad de situaciones cómicas y divertidas, muchas veces incluso de peligro, que resultaban muy del agrado del público, por las risas, chascarrillos, nervios y sobresaltos que provocaban entre la concurrencia.

Esta fotografía, realizada en los años 20 del siglo pasado, recoge un momento de una de aquellas tardes. En la imagen aparece el antiguo pórtico de la entrada principal de la iglesia parroquial de Santa Catalina Mártir, transformado con tablones de madera en un pequeño palco desde el que presenciar la corrida. Por lo relajada que aparece la gente, y por el lugar en el que se encontraba el fotógrafo, está claro que, o todavía no había empezado la faena o se trataba de un pequeño descanso entre toro y toro.

La plaza está muy concurrida, ya que ese día, además del vecindario al completo, acudían a las fiestas de Majadahonda muchos forasteros de los pueblos cercanos, e incluso de la capital. Hombres y mujeres de todas las edades y muchos niños. Parece predominar el estrato social humilde, sobre todo jornaleros y braceros del campo con gorras y alpargatas, que es el que componía el grueso poblacional de los municipios del noroeste madrileño; pero también pueden distinguirse otros perfiles, como los que posiblemente correspondan a un pequeño propietario de estética aburguesada, con cuidado bigote, traje elegante y sombrero de paja estilo canotier; un artesano con su bata de trabajo, algunos señoritos con aires urbanitas, un agricultor acomodado con sombrero de fieltro o un clérigo con sotana y sombrero de teja. Además, en una de las columnas del pórtico, hay colocado un cartel en el que puede leerse “Reservado para la música”, y es que, a la derecha de la imagen, estaba situada la grada para la banda, de la que es posible ver, en la segunda fila, prácticamente fuera de encuadre, a dos de sus integrantes ataviados con gorra de plato.

Y, de fondo, la iglesia de Santa Catalina, con uno de los pocos muros que en aquel entonces estaba enfoscado y revocado de cal, y con el pórtico a tres aguas sobre columnas de granito que, tras la guerra, Regiones Devastadas reemplazó por el actual formado por seis arcos de medio punto, aprovechando las columnas del anterior para la construcción del que se situó en la nueva entrada que se abrió en la fachada oeste, donde permanece desde entonces.

Un alegre y popular día de fiesta que el fotógrafo captó en Majadahonda hace cerca de un siglo.


Javier M. Calvo Martínez

(Procedencia de la fotografía histórica: archivo personal de J. M. Calvo)

viernes, 13 de diciembre de 2024

UNA MIRADA AL PASADO (XI): Señas de identidad


En 1940, el arquitecto Fernando García Rozas, junto a sus colaboradores José del Río y José M.ª Martínez Cubells, todos ellos miembros del organismo Regiones Devastadas, presentaban el proyecto para la reconstrucción de la iglesia parroquial de San Miguel Arcángel.

A diferencia de lo que sucedió en otros pueblos cercanos, en los que la reconstrucción de sus respectivas iglesias supuso muchas veces una total transformación de las mismas, levantándolas de nueva planta o modificando en profundidad su traza y forma estética, en Las Rozas se optó, en la medida de los posible, por conservar todo lo que tras la guerra había quedado en condiciones de ser aprovechado y restituir el templo a su primitivo aspecto.

Hubo que demoler lo poco que se había mantenido en pie de la torre, pero la que fue levantada en su lugar se procuró que no difiriera en exceso de la anterior. La reparación de las enormes perforaciones que los proyectiles artilleros habían causado en sus muros, se hicieron a base de verdugadas y guarniciones de ladrillo visto con entrepaños de mampostería al descubierto, prescindiendo del recubrimiento de las fachadas con el enfoscado de cemento encalado tan habitual en las actuaciones de Regiones Devastadas, respetando por tanto el aspecto estético propio del mudéjar castellano que había caracterizado a la iglesia roceña desde que fuera levantada en la primera mitad del siglo XVI.

También se restauró la gran armadura de madera, consistente en un recio artesonado mudéjar, sobre la que reposaba la cubierta, e interiormente se mantuvo la sobriedad de los grandes paños lisos y encalados, así como los arcos de medio punto sobre pilastras de piedra granítica que separaban las naves. Lo mismo puede decirse de la bóveda de crucería del ábside, con sus características nervaturas y florones de estilo gótico, y de la capilla lateral, que se rehicieron tal cual eran.

Los mayores cambios en el interior se produjeron en el coro, construyéndose uno nuevo con balaustrada tallada en madera al estilo castellano, y algunas pequeñas modificaciones en el presbiterio, sobre todo en la zona de la escalinata de subida al altar, donde también se colocaron unas rejas de forja nuevas. Respecto al retablo mayor, se restauraron los pocos elementos que habían sobrevivido a la destrucción, reemplazando los que se habían perdido por otros de nuevo diseño. Por último, y como curiosidad, señalar que, aunque la restauración de Regiones Devastadas mantuvo el viejo púlpito de hierro forjado que se encontraba anclado a cierta altura en uno de los muros del presbiterio, en algún momento posterior acabó siendo eliminado, seguramente, por haber dejado de usarse.

Exteriormente, parece que la nueva torre perdió algo de altura respecto a la original, pero esto se suplió, en parte, añadiendo sobre la cubierta un pináculo de pizarra con ciertos aires herrerianos, algo muy del gusto de Regiones Devastadas, rematado con bola y cruz. Quienes conocieron la iglesia antes de la guerra comentaban que la cruz de la anterior torre llevaba incorporada una veleta, y que en la fachada que daba a la calle Real había un gran reloj circular de esfera blanca con números en negro.

Por último, se eliminó la que había sido casa del cura, una edificación con patio, sin el menor interés histórico o arquitectónico, que estaba adosada a lo largo de toda la fachada oeste, afeando el conjunto y manteniendo condenada la que podría considerarse como la entrada de las ocasiones importantes, pues es la que da acceso directo a la nave central, con el altar y el retablo mayor al fondo. De esta manera, la iglesia recuperó sus tres accesos originales: el que hemos mencionado que daba paso a la nave central por debajo del coro, y los dos colocados en los laterales del edificio, uno de entrada a la nave del evangelio y el otro a la nave de la epístola, siendo este último, con su arco de granito tallado y el pórtico a tres aguas sobre columnas también de granito, donde se situaba la entrada principal.

En 1943 se daban por concluidos los trabajos de reconstrucción, y el 30 de marzo de ese mismo año, el ministro de la Gobernación, acompañado del director de Regiones Devastadas, hacía la entrega solemne del edifico al Obispado Madrid-Alcalá.

Las Rozas recuperaba así su iglesia parroquial, que si bien es cierto que en el proceso de restauración, inevitablemente, perdió algo de la personalidad física y estética que había ido adquiriendo a lo largo de los siglos, al menos mantuvo su apariencia arquitectónica original y buena parte de su esencia estilística, de manera que los vecinos pudieron seguir reconociendo en este emblemático edificio una seña de identidad del pueblo y un elemento de continuidad e identificación sentimental con su pasado. Algo poco o nada habitual en las posteriores actuaciones urbanísticas que se han desarrollado en Las Rozas desde entonces.

En la fotografía, tomada en 1942 desde la calle Iglesia de San Miguel, podemos ver los trabajos de restauración llevados a cabo por Regiones Devastadas.

Javier M. Calvo Martínez

(Procedencia de la fotografía histórica: archivo personal de J. M. Calvo)

miércoles, 11 de diciembre de 2024

UNA MIRADA AL PASADO (X): Destruir para construir


Ante el lamentable estado que ofrecía la torre de la iglesia de San Miguel Arcángel al concluir la guerra, con solo una de sus fachadas en pie y amenazando venirse abajo en cualquier momento, los técnicos del organismo Regiones Devastadas, encargados de la reconstrucción del pueblo, decidieron demoler lo que quedaba de ella y levantar otra de nueva planta. Los trabajos de reconstrucción del templo comenzaron en 1940, y entre las primeras actuaciones desarrolladas estuvo la voladura controlada de lo que quedaba de torre.

Algunos vecinos de Las Rozas, que eran niños en aquella época, nos han contado que la noticia de esta voladura generó gran expectación entre la chavalería, ya que desde días antes les habían advertido de que la explosión iba a ser tan fuerte que podía causarles daños en los oídos, por lo que les aconsejaban mantenerse lo más lejos posible y tener un pañuelo o un pequeño palo a mano para morderlo en el momento justo de la detonación.

Llegado el día, se estableció un amplio perímetro de seguridad en torno al templo y se colocaron las cargas explosivas en los puntos adecuados para que lo que quedaba de torre se viniese abajo. Como es lógico, los chavales del pueblo no quisieron perderse un evento de tal magnitud, por lo que muchos de ellos se concentraron en la zona de eras que entonces existía en la parte alta del pueblo, más o menos, entre las actuales Avda. Pocito de las Nieves, calle Nueva y calle Olmo; un lugar privilegiado para disfrutar del espectáculo, pues ofrecía una visión completa y despejada de la iglesia desde una distancia segura.

De pie, o sentados en el suelo, aguardaron el momento de la explosión con sus pañuelos o palos entre los dientes. Al producirse esta, recuerdan que escucharon un primer estruendo seco y contundente, el de la dinamita explosionando, al que inmediatamente siguió otro sonido como de algo que se desgarraba, producido por el estrépito de las piedras y ladrillos del paramento de la torre cayendo al suelo. Todo fue muy rápido y envuelto en una enorme y densa nube de polvo blanquecino que les impidió ver nada. Simplemente, cuando la nube se disolvió al cabo de un rato, la torre ya no estaba. Parece que algunos muchachos, que en sus mentes habían generado unas enormes expectativas, lo que finalmente pudieron presenciar desde aquella alejada distancia no les pareció para tanto y se decepcionaron un poco. En cualquier caso, el episodio fue lo suficientemente impactante como para que algunos de ellos lo siguieran recordando con gran nitidez muchas décadas después.

También hay quien se acuerda de haber escuchado que, durante las posteriores labores de desescombro, entre los grandes cascotes de la torre que habían sido destruidos durante la guerra, aparecieron sepultados los restos de dos soldados y una ametralladora, los cuales debían de llevar ahí desde los combates de diciembre de 1936 o enero de 1937, cuando los muros de la torre comenzaron a venirse abajo como consecuencia del fuego artillero. Pero este dato, como tantos otros que en ocasiones afloran en la memoria y el recuerdo de algunas personas, no podemos confirmarlo, ni desmentirlo.

Y es que, con frecuencia, fantasía y realidad, lo que se ha vivido, lo que se ha escuchado y lo que se ha imaginado, se mezclan de tal manera que, pasado el tiempo, se hace difícil diferenciar unas cosas de otras.

Esta fotografía, realizada en 1940, nos muestra el aspecto que ofrecía la iglesia de San Miguel Arcángel tras la demolición completa de su torre.


Javier M. Calvo Martínez

(Procedencia de la fotografía histórica: Archivo General de la Administración)


martes, 10 de diciembre de 2024

UNA MIRADA AL PASADO (IX): La iglesia parroquial de San Miguel Arcángel de Las Rozas de Madrid


El que sin duda es el edificio más antiguo y emblemático de Las Rozas, su iglesia parroquial de San Miguel Arcángel, ha paso por diferentes vicisitudes a lo largo de su ya larga historia.

Levantada en los años 30 del siglo XVI, en su construcción pueden apreciarse elementos propios de los estilos gótico tardío, renacentista y, sobre todo, mudéjar castellano. Se trata de una construcción de tres naves separadas por columnas de sillería que forman arcos de medio punto. Su cabecera es de estilo gótico, con la capilla Mayor y el crucero rematado por bóvedas de crucería. Los muros, que descansan sobre un zócalo de grandes sillares de granito, consisten en altos paramentos formados por cajones de mampostería entre hiladas de ladrillo denominadas verdugadas. El ábside cuenta con acentuados contrafuertes en el exterior, y del conjunto sobresale una esbelta torre de sección cuadrada con campanario.  

Según se desprende de una representación gráfica realizada en la segunda mitad del siglo XVII, para 1668 la iglesia de San Miguel carecía de torre, no sabemos si por destrucción de alguna que pudiera haber existido con anterioridad a esa fecha o, más probablemente, porque todavía no se había levantado ninguna.

Sabemos también que el actual altar Mayor tiene su origen en uno cuya construcción fue contratada en 1644, si bien es cierto que durante la última guerra civil (1936-1939) fueron destruidos la mayor parte de sus elementos.

Respecto a su campana, o campanas originales, parece muy probable que se perdieran durante la guerra de la Independencia (1808-18014), siendo fundidas para fabricar armas y municiones. A esta conclusión llegamos porque las campanas más antiguas de las que tenemos constancia son todas posteriores a esas fechas. En concreto, hablamos de tres campanas de bronce, cada una de ellas de diferente tamaño y antigüedad: la más antigua y pequeña, con un diámetro de boca de 50 cm, databa de 1877 y tenía la leyenda “Virgen Santísima de los Dolores, ruega por nosotros”; la segunda campana se fundió en 1894, y era la más grande de las tres, con más de 90 cm de boca y una orla superior en la que se leía “Soy la voz del ángel que en alto suena  GRATIA PLENA”; la más moderna de las campanas databa de 1934 y medía 82 cm de boca, teniendo en su parte inferior una orla dedicada a San Miguel Arcángel y a la Virgen de los Dolores.

Estas tres campanas fueron elaboradas en la Fundición de Constantino de Linares Ortiz, con sede en Carabanchel Bajo. Popularmente, eran conocidas como la Tam, la Tom y la Tim, en alusión al sonido que cada una de ellas emitía. En al año 2006, su mal estado de conservación motivó su sustitución por otras de nueva fabricación, lo que nos hace suponer que las anteriores, lamentablemente, se han perdido para siempre. Desde entonces, en vez de tres campanas hay cuatro, aunque su sonido es muy diferente al de las antiguas ya que, en vez de bronce, se fabricaron en latón u otra aleación similar.

Existe el dato histórico de que, en la noche del 30 de septiembre de 1760, el cortejo fúnebre que acompañaba el cuerpo de la reina María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, en su viaje hacia el panteón Real de El Escorial, realizó un alto en Las Rozas y el féretro fue depositado durante unas horas en la iglesia de San Miguel. Y en la memoria colectiva que ha ido pasando de generación en generación, se ha mantenido el recuerdo de que, durante la invasión napoleónica, el templo fue utilizado por las tropas invasoras como cuadras para su caballería.

No tenemos constancia de que hayan existido enterramientos en el templo, pero parece lógico pensar que, al menos hasta finales del siglo XVIII, momento a partir del cual, salvo contadas excepciones, se prohibieron los enterramientos dentro de los núcleos de población,  obligando a construir cementerios  en lugares situados a cierta distancia de los pueblos, debió de haber, como era costumbre en la época, algún pequeño camposanto en las cercanías de la iglesia, seguramente en el mismo cerro en el que esta se sitúa, del cual ya no queda ni el recuerdo.

Sí se habla de la aparición, al realizarse los trabajos de reconstrucción tras la guerra civil, de una sepultura antigua de un menor en uno de sus muros, hecho del que todavía recuerdan haber oído hablar varios vecinos del pueblo, sin que podamos ofrecer demasiados detalles sobre el mismo.

Tampoco tenemos información precisa sobre el valor histórico y artístico que pudiera haber tenido alguno de sus antiguos elementos litúrgicos, ceremoniales u ornamentales, la mayoría de ellos perdidos o destruidos durante la guerra civil.

Existen referencias, durante los primeros meses de guerra, de su uso como almacén, taller e incluso hospital para combatientes, pero todavía no tenemos datos concretos sobre ello. También se habla de la instalación en su torre, durante la batalla de la carretera de La Coruña (dic. 36-ene,37), de un observatorio y un puesto de ametralladoras, motivo que convertiría a la iglesia en objetivo prioritario de la artillería, que a la vez se sirvió de la torre como referencia para el tiro de corrección.

Todo ello causó enormes destrozos estructurales en el edificio, tal y como como puede apreciarse en la fotografía que encabeza este texto, realizada recién terminada la contienda. Daños que afectaron muy especialmente a la torre, de la que solo quedó en pie una de sus cuatro fachadas, ofreciendo esta tétrica estampa. Triste símbolo de lo que suponen las guerras, sin duda, la peor de las tragedias generadas por el ser humano a lo largo de su historia.

 

Javier M. Calvo Martínez

(Procedencia de la fotografía histórica: Archivo General de la Administración)

 

lunes, 9 de diciembre de 2024

EL SAPO CORREDOR

Sapos corredores fotografiados en Monte Rozas (J. M. Calvo)


Es uno de los anfibios más comunes en la zona noroeste de Madrid, aunque sus hábitos nocturnos dificultan poder verlo con más frecuencia.

Alcanza una longitud total de 50 a 90 milímetros, siendo las hembras un poco más grandes que los machos. Presenta un cuerpo cubierto de verrugas y, aunque su coloración es bastante variable, predomina el colorido verde claro o gris oliváceo, con abundantes manchas parduzcas y, en los ejemplares mayores, motas anaranjadas dispersas, siendo típico de esta especie una línea dorsal de un tono más claro. Su zona ventral es blancuzca con manchas pardas.

Sus patas traseras son más pequeñas que en otras especies de sapos, lo que hace que sus desplazamientos los realice con pequeñas carreras, característica que le da nombre.



Ejemplares de sapo corredor fotografiados en Las Rozas de Madrid

Por el día permanece escondido bajo piedras, en cavidades o enterrándose en el terreno, ya que tiene una gran capacidad para excavar. Al crepúsculo, abandona su refugio en busca de alimento, básicamente insectos, gusanos y arácnidos. A su vez, forma parte de la dieta de otros depredadores, como culebras, córvidos, algunas rapaces, cigüeñas, garzas, erizos o zorros.

Se retira a invernar en los meses de octubre y noviembre, recuperando la actividad a partir de marzo. Entre abril y septiembre se produce el periodo de celo, momento en el que los machos sen reúnen en las charcas estacionales y tratan de atraer a las hembras con su canto acompasado y monótono, que producen ensanchando la piel de la mandíbula inferior.

La puesta se compone de 3.000 a 14.000 huevos de 1 a 1,5 mm de diámetro, que la hembra deposita en charcos muchas veces pequeños y de poca profundidad, lo que poco provoca que, si la meteorología no acompaña, estos lleguen a secarse antes de que los renacuajos alcancen su desarrollo completo, lo que supone una gran mortandad.

Cinco o seis días después de depositados los huevos nacen los renacuajos, que sufren la metamorfosis de uno a dos meses más tarde, abandonando el agua con un tamaño de 10 a 15 milímetros.



El sapo corredor, al igual que todos los anfibios, es una especie protegida.


ASOCIACIÓN HISTÓRICO-CULTURAL CIERZO

viernes, 6 de diciembre de 2024

LA CULEBRA DE ESCALERA

Ejemplar joven con el característico dibujo en escalera recorriendo su dorso , fotografía realizada en La Marazuela

Su presencia es bastante común en la zona noreste de Madrid. Su hábitat típico lo forman los terrenos pedregosos con abundante cobertura vegetal, pero también es muy frecuente encontrarla en huertos, jardines o descampados cercanos a los núcleos de población.

Los adultos tienen un color más oscuro y dos líneas paralelas recorriendo longitudinalmente su espalda. Los ejemplares jóvenes, de colores más claros, tienen una mancha dorsal negra formando un dibujo que recuerda a una escalera de mano, de ahí su nombre. Puede alcanzar una longitud de 1,6 m, aunque en general no suele medir más de 1,2 m.

Ejemplar adulto, con las dos bandas longitudinales y paralelas a lo largo de su dorso que se unen en la cola. Fotografía realizada en un descampado de Las Rozas

Cazadora diurna, se alimenta de pequeños mamíferos, aves y pollos, que casi siempre atrapa en tierra, matándolos por la constricción de sus fuertes anillos. Es una excelente trepadora, siendo capaz de subir fácilmente a los árboles para saquear nidos.

Por la noche busca abrigo en madrigueras de roedores abandonadas, entre las piedras y escombros, o en los huecos de los árboles. Los meses más fríos entra en un estado de aletargamiento, del que sale al inicio de la primavera.

La época de apareamiento suele producirse los meses de mayo y junio. Dos o tres semanas después, la hembra busca un lugar bien seguro en el que poner de 5 a 24 huevos, de cáscara blanca y blanda, que miden unos 6 x 2 cm. Dos o tres meses más tarde, dependiendo de las condiciones ambientales, nacen las pequeñas culebras, perfectamente formadas y capacitadas para sobrevivir, alimentándose inicialmente de insectos, como saltamontes, que ellas mismas cazan.


Aunque es totalmente inofensivas para el ser humano, muestra un carácter muy irascible, y no teme hacer frente al agresor si se siente acosada, resoplando fuertemente.

Gran depredadora de micromamíferos, siempre ha resultado especialmente beneficiosa para la agricultura y un eficaz agente para evitar plagas. Sin embargo, al igual que tradicionalmente ha ocurrido con el resto de ofidios, la culebra de escalera ha sido perseguida y eliminada por el hombre. Costumbre que, afortunadamente, va desapareciendo. En la actualidad, al igual que el resto de reptiles, es una especie protegida.


ASOCIACIÓN HISTÓRICO-CULTURAL CIERZO